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El General alemán Alfred Jodl (tercero a la derecha), flanqueado por el Almirante Von Friedeburg (segundo a la derecha), firma el 7 de mayo de 1945 en Reims, Francia, la rendición alemana, dando fin oficial a la guerra en Europa. Pero el día oficial de la victoria es todavía motivo de debate: los rusos no aceptaron la firma de Reims y exigieron una ratificación en Berlín el 9 de mayo.
(Foto: www.bbc.co.uk)
(Foto: www.bbc.co.uk)
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En una nota anterior cité a mi amigo Herbert Zegers, fallecido hace años, una excelente persona, quien durante la Segunda Guerra Mundial integró el ejército alemán. Tuve la oportunidad de oírle historias no narradas que él vivió durante ese conflicto en el grado de cabo y en particular acerca del día de la capitulación.
Me dijo que a primera hora de la mañana el día de la rendición del Tercer Reich, el 7 de mayo de 1945, los oficiales de su regimiento citaron a la tropa para una formación a las tres de la tarde. Entre los soldados nadie sabía con qué propósito.
El regimiento de Herbert estaba instalado en el norte de Italia, zona donde fue destinado luego de haberse replegado del frente oriental. La primera parte de esa jornada transcurrió como todos los días con los soldados preparando sus cosas, sus uniformes y su armamento. Después del rancho, a eso de las doce y media, la tropa se concentró en el cuartel a la espera de la formación.
Fue entonces cuando mi amigo Zegers y sus compañeros comenzaron a sospechar que estaba ocurriendo algo fuera de lo común: no se veían los oficiales. Durante el almuerzo él alcanzó a divisar a dos tenientes, a los que después perdió de vista de repente.
“Llegaron las tres de la tarde, --me dijo Herbert-- y todos nos mirábamos unos a otros como diciendo ¡exijo una explicación! Ni el coronel a cargo de nuestro regimiento ni su séquito de oficiales aparecieron por ninguna parte. Así que nos formamos como estaba previsto por orden de un sargento. O sea, nos dimos cuenta que todo el regimiento estaba al mando de un sargento. Se nos cayó la teja que la guerra había terminado y que habíamos perdido. Por eso, nuestros jefes se hicieron humo…”
Entonces le pregunté a Herbert, qué había pasado después de esa formación. Me dijo que el sargento había llamado a romper filas, pero que no dio la orden de dejar el regimiento. Sin embargo, como las certezas de la rendición eran clarísimas, los soldados empezaron a quitarse sus uniformes y trataban de vestirse de paisanos. Al final nadie se acordó de la orden del sargento de no salir del recinto, puesto que el mismo suboficial también se lo había tragado la tierra.
Herbert continuó diciéndome que él se concertó con otro cabo para ir a la cocina, donde ya no había nadie, para tomar la comida que hubiera y salir de allí. Su amigo se había conseguido un jeep. Con el estanque lleno, ambos, vestidos de italianos, salieron velozmente del regimiento por la puerta principal, cuya barrera estaba levantada y no había guardias. Por el espejo retrovisor, Zegers pudo ver como los últimos soldados, hasta entonces sus compañeros, salían corriendo también, en todas direcciones.
En el jeep dejaron el poblado y se fueron por un camino secundario hasta que el vehículo se perdió en el bosque. Subieron un cerro elevado muy poco concurrido y acamparon entre los árboles. Dos semanas después, bajaron asustados y se presentaron ante las autoridades aliadas. Aquellos les tomaron los datos, ellos entregaron el jeep y quedaron en libertad un par de días después. Herbert regresó a su país en un camión, para tratar de hallar a su familia. Me dijo que más de una semana después de la rendición, la aviación aliada seguía atacando zonas urbanas de la derrotada Alemania nazi.
Conocí a Zegers cuando yo era redactor de noticias internacionales en TVN y él era jefe de la agencia DPA en Santiago.
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