Saturday, March 31, 2012

LAS CENIZAS Y EL DANTE

   Ese martes 27 de marzo de 2012, a las 9 de la mañana entramos en el Cementerio General de Santiago con el fin de retirar las cenizas de un familiar lejano, cuyo cuerpo había sido incinerado la semana anterior cuatro días después de su muerte. El guardia abrió la puerta y nos orientó a mi esposa y a mí para que nos dirigiéramos por las calles interiores al lugar donde nos harían la entrega. Como eran varias cuadras, nos dispusimos a caminar iluminados por ese hermoso sol de finales de marzo. Íbamos los dos solos flanqueados por hileras de tumbas y viejos mausoleos olvidados. Unos abandonados; remozados los menos. Inscripciones de nombres, fechas de nacimientos y defunciones, vitrales, puertas de hierros, escalinatas conducentes a subterráneos, cruces, santos, esculturas en actitud de pena y llanto, árboles altos. Y ningún ser humano viviente, hacia donde dirigiéramos la vista. Nuestros pasos sonaban en el cemento limpio de esas calles interiores vacías de gente.

       El corazón se me contraía en el pecho. Era como sentir que alma y cuerpo son dos componentes pegados, pero que al final cada uno se irá para su lado: uno devuelto a la tierra y el otro se marchará a sitios ignorados pero imaginados. Caminar así en ese entorno peculiar y tétrico pese a la potente luz natural de la mañana me hacía sentir solo frente a mí mismo y ante el destino final que nos aguarda a todos.

      Le comenté a mi mujer, mirando una larga reja de hierro que teníamos a nuestra izquierda. “Cuánto dolor secreto guardarán estas tumbas. Qué mares de lágrimas habrán corrido por estas calles limpias, desiertas y secas. Cuánto horror en los segundos finales de la vida. Si pudiera medirse la pena en la forma de un árbol cuán enorme, elevado, retorcido y frondoso sería. Aquí en el cementerio habría bosques de esos árboles de penas”. Nuestra marcha me recordaba el paso de Dante Aligheri acompañado del poeta Virgilio por los infiernos en la Divina Comedia. Sin embargo, más allá del temido tránsito de la muerte, sobreviene la esperanza, porque dicen que en los cementerios se fomenta la virtud de la esperanza. Y las lágrimas ya no son para los muertos sino para levantar el alma del doliente. 

      Al cabo de tanto caminar en silencio y de pensar sobre esas miles de vidas extintas, cruzamos una entrada en forma de arco que nos condujo a una plaza donde había un edificio de una planta. Nos dirigimos a él e ingresamos por una puerta de vidrio entreabierta. La persona a cargo esa mañana nos invitó a sentarnos y nos pidió los papeles. Todo en regla. La persona que nos atendía escribió en un cuaderno con letra caligráfica. Al pie mi mujer estampó su firma. En seguida, nos pidió que lo esperáramos mientras él iba hacia el interior. Nos quedamos ahí  solos en esa oficina –desde donde se veían las tumbas; esperamos por algunos minutos, hasta que regresó. Traía una vasija sellada de cobre bruñido con la inscripción del nombre de la difunta. Esa persona de aspecto solemne nos miró y extendió sus manos hacia nosotros con la vasija en acto de entrega informal, pero solemne. Silencio. La tomamos, la miramos, la envolvimos en un papel blanco y la depositamos en un bolso negro que habíamos llevado para ese fin. Nada más que decir, nada más que hablar. Nos despedimos. Salimos por la misma puerta y retomamos el camino de regreso. Yo llevaba el bolso negro con la vasija que contenía las cenizas de ese pariente. Dos kilos y medio pesaba la carga. Ése era el producto de la combustión de un cuerpo incinerado. El resto del peso corporal se había evaporado en el aire que salió por las chimeneas para disolverse en la atmósfera. Nosotros caminábamos solos hacia la salida, como si se tratara de un funeral al revés: el finado saliendo del cementerio, porque esas cenizas tenían otro destino ser esparcidas en el mar de Valparaíso.