Thursday, October 12, 2006

ROBBIE A MÁXIMO VOLUMEN

Cómo Kenita no iba a estar en el show haciendo su show.
Estiré mi mano para entregar el ticket al boletero. Pero, cataplum, una horda de mocetones me lanzó contra las barreras de hierro y quedé con el brazo estirado. Numerosos focos de cámaras de televisión se encendieron y entendí el problema. Con el brazo estirado igual que yo avanzaba Kenita Larraín rodeada de un séquito de guardaespaldas y camarógrafos. A las 21 horas todo era oscuridad en los alrededores, ruido y un grimillón de gente pechando por ingresar al Estadio Nacional.

Ya en el recinto VIP, cerca del área grande de la cancha y a seis metros del escenario, retumbaban los 20 mil watts de salida del sistema de sonido. Agarrarse, comenzó el show.

Las voces estudiadas y refinadas de los seis integrantes del coro irrumpieron con suavidad, con potencia, con emoción. Las guitarras electrónicas o los tres instrumentos de cuerdas, se complementaron con las voces. El sistema de percusión impuso su compás duro, seguro, metálico. Pura adrenalina. Y en medio ese clima apareció el rock star , Robie caminando y saltando.

Vinieron las canciones y las confesiones del rock star en escena:

“Mi productor me mostró el mapa y me dijo, mira Chile o China. Escoge. Y yo me quedé pensando un rato y le dije Chile. A la mierda con China. A la mierda eso de hablar ñañaña, chachacha. No, no es para mí. Me sugieren ir a Singapur, ñañana, chachacha. Tampoco es para mí. Puras mierdas, yo quiero ir a Chile. Y aquí me tienen”.

Rugió la galería.

Después, pidió apagar todas las luces. Oscuridad total. Y dijo: preparen sus cámaras fotográficas. Dio la espalda al público y se bajó los pantalones.

Estalla la galería.

Nuevas confesiones:

En Santiago es el único lugar de esta parte del mundo donde dicen mi nombre correctamente, Robie. En México, en la televisión me decían Robin para acá, Robin para allá. Me emputecí, porque yo me llamo Robie, no Robin. Robin es un nombre para un pendejo de mierda de ocho años. Gracias Chile por llamarme por mi nombre, Robie, gracias.

Se oyó un estruendo de aplausos.

Con las luces de vuelta, los focos centrados en el tablado, el show de canciones prosiguieron.

Los ojos desnudos cubrían desde mi posición toda la escena mágica; las pantallas gigantes junto al escenario daban los detalles. De modo que había mirar el conjunto y de reojo conocer la belleza de la minucia. Así, me concentré en el piano y en su rubia ejecutante. Giré un poco la cabeza y ví sus manos desplazándose por el teclado, mientras la voz del rock star seguía la lírica de Angel, una de las canciones más exitosas. Era un regalo a los sentidos, un balde de estímulos para erizar la piel. Y como si este panorama fuera poco, de fondo cubría todo el espectro del audio, el eco de las 50.000 voces que siguieron el compás, la letra y el ritmo del piano de la rubia del teclado.

Otras rubias se apretujaban en el sector VIP posando para cámaras aficionadas: Kenita, Granata, etc. El éxtasis lo añadieron fogonazos de pirotecnia para reforzar el efecto de las canciones pauteadas para el finale “Help me… help me to say yeah”. Cuarenta minutos antes de la medianoche el show terminó, las almas estaban plenas y una voz doméstica por los parlantes llamaba a abandonar el recinto con tranquilidad ya que todas las puertas de salida estaban abiertas y disponibles. Pensé: buena Robin, te pasaste. Perdón, digo Robbie.

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