Comparto con ustedes mi reciente conversación con un amigo de 66 años, cuyo oficio es uno de las más singulares: torrero.
La especialidad consiste en instalar, mantener y reparar torres de comunicaciones. Esto es construir las estructuras elevadas donde se colocan las antenas.
Según mi amigo, su oficio es una cuestión genética, de familia. Lo inició su padre carpintero en 1926. Todo comenzó, cuando le encargaron preparar dos varas de 16 metros de largo. Él las entregó bien pulidas y barnizadas a sus clientes e, intrigado, se quedó para ver en qué las usarían. Observó que las clavaron en el suelo y que entre las puntas extendieron un alambre, como para tender ropa. Cuando conectaron el extremo del cable que llegaba al suelo a una cajita de madera, se comenzó a oír una radio…
A partir de ese momento el padre de mi amigo dejó la carpintería, para seguir haciendo varas largas por su cuenta e instalar a pedido, antenas receptoras. El negocio era un boom en 1930. El paso siguiente fue convertirse en torrero, y eso ocurrió cuando le pidieron una estructura más alta, para una emisora.
A los 16 años mi amigo subió por primera vez a la cumbre de una torre metálica de 250 metros. Por orden de su padre tenía que terminar allá arriba trabajos para radio Cooperativa Vitalicia, en La Florida. Lo ascendieron por un huinche. A los diez minutos llegó a la punta. Había que tener pana para no ser presa del vértigo.
Desde entonces, mi amigo se lo ha pasado encaramado en las torres. No teme a la altura, pero la respeta. Jamás ha sufrido un accidente de trabajo, salvo en su casa, donde se cayó de una escalera fracturándose las piernas. Tardó un año en volver a la posición vertical y a subirse a las torres.
Fruto de este accidente tuvo problemas para conducir, al quedar temporalmente sin fuerza en el pie izquierdo. Pero, se las ingenió. Recortó el mango de una pala y con él oprimía a mano el embrague de su camioneta para meter los cambios. Una vez en su lugar de trabajo, bajaba con muletas y se agarraba de los fierros de las torres. Ya en las alturas no necesitaba los apoyos porque el peso del cuerpo lo traspasaba a las manos, como Tarzán.
Mi amigo ya camina normalmente otra vez. “Trato que no se me note la cojera”, me dijo entre serio y risueño. Y la verdad es que pasa “piolita”.
Me narró la siguiente anécdota de alturas: “Por apuro tuve que contratar a una persona en Valparaíso, quien me aseguró que sabía el oficio. Yo tenía que instalar una antena de 200 metros de altura en Temuco en forma urgente. El colega me confesó allá que aquella sería la primera vez que subiría tan alto, pero que no sentía miedo. Lo eché adelante y yo subí de atrás. Íbamos pasados de los cien metros cuando el hombre se abrazó a los fierros. Se quedó pegado y le vino una tremenda indigestión. No pudo continuar, entró en pánico y tuve que ayudarlo a bajar. No le cuento cómo quedamos. Lo fleté altiro de vuelta a Valparaíso”.
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