CUANDO PENCO TENÍA UN MUELLE
Por Manuel Antonio Palma Ruiz
El viejo muelle de la Refinería de Azúcar de Penco entraba al mar en una longitud de unos 450 metros, en el nacimiento de la calle Talcahuano. Estaba iluminado por el lado de la travesía (oeste) en toda su extensión; su construcción era de pilotes de rieles dobles, amarrados con fuertes abrazaderas de fierro a sus vigas de madera, como en igual forma su piso. En el extremo terminal en el mar, donde atracaban los remolcadores con su lanchaje, había tres grúas para su carga y descarga, las que comúnmente se les llamaba “burros”. En ese extremo también había un estanque de agua dulce y una oficina para que atendiera los trabajos un empleado de la Empresa, una garita en que se guardaba el material de maniobras, como bozas, estrobos, etc.
Sobre su piso había dos líneas férreas y por ellas las pequeñas locomotoras del ferrocarril interno, corrían con agilidad, remolcando carro planos cargados con sacos de azúcar cruda amarilla y brillante, que llegaba en los barcos de la Compañía Sud-Americana desde el Perú, Ecuador y otros países. Entre estos barcos recuerdo al “Aysén”, “Mapocho”, “Imperial”, por citar algunos, los que lucían en su proa un delicado mascarón pintado de blanco. (Estos barcos eran llamados por los habitantes de Penco “vapores perros”, ya que cuando sonaban sus sirenas, las que eran bastante estridentes, hacían llorar a todos los perros del poblado y sus alrededores).
Cuando había embarque o desembarque de azúcar se trabajaba febrilmente de día y de noche y era entonces cuando las locomotoras imprimían más velocidad a su marcha, cubriendo el cielo, con sus negros penachos de humo, atochadas sus pequeñas carboneras con carbón del Mineral de Lirquén. Iban y venían desde el muelle a las bodegas o a la Fábrica para depositar la mercadería. Los nombres de estos pequeños monstruos de acero con pequeñas ruedas, pero con voluntariosas bielas y con hombres que con mano firme las conducían eran “Laurita”, “Olga” y “C.Wernecking”. En la temporada de verano eran fotografiadas por los turistas. Adquirieron gran popularidad y con su continuo pitar daban una nota de gran colorido a nuestro pequeño pueblo de aquellos tiempos.
Este muelle no sólo servía para el descargue de azúcar para la Fábrica; en él se descargaba fruta de la Frutera Sud-Americana y se embarcaba azúcar elaborada, la que los barcos distribuían en cajones a lo largo del litoral para endulzar la vida de los chilenos. La CRAV contaba con remolcador y lanchaje propios, como también fondeadero de naves. Debido a lo bajo de la bahía, fondeaban a unos 500 metros del muelle y esta distancia la cubría el remolcador con sus lanchas a la cola, ya fueran cargadas o vacías, en su trabajo de rutina del barco al muelle o viceversa. Entre los remolcadores que le daban más colorido a esta cinta de hierro y madera que entraba al mar, figura en el recuerdo el “Penco” por lo bonito de su forma, su pintado y conservación, que lo convertían en un barquito de ensueño, sobre todo para los niños de la Familia Refinera.
Entre los barquitos miniaturas que cargaban azúcar elaborada están latentes en mi recuerdo tres la Compañía Armadores de Lebu, que por su poco calado atracaban al muelle para llenar sus ventrudas panzas con materia elaborada y entregarla a comerciantes establecidos en el Golfo de Arauco. Estas naves no pasaban de los 15 metros de eslora y sus colores eran: casco negro, casitas blancas y chimenea amarillo ocre.
Los nombres de los componentes de esta flota liliputiense eran: “Lebu”, “Tomé” y “Tirúa”, que con sus timones en manos de veteranos lobos de mar nunca le temieron a temporales, por muy bravos que fueran.
Cuando estaba anunciado un barco y éste aparecía a la distancia, comenzaban a dar pitazos, tanto el remolcador como las grúas para que las autoridades de la Gobernación Marítima y funcionarios de Aduana fueran a su recepción pertinente. Además estos pitos servían de llamado para el personal que trabajaría en las faenas que se empezarían a desarrollar desde ese momento.
En la temporada de verano la Refinería otorgaba permiso, sobre todo en las noches, para que la gente pescara, y centenares de cañas extraían la sabrosa merluza, que abundaba y hacía más placentera la estadía de algunos veraneantes que disfrutaban de este grato y bello deporte.
El varadero, donde se reparaba el equipo flotante, quedaba al lado del puelche (este) del muelle y el ruido continuo de las herramientas de los picasales, caldereros, herreros, carpinteros de rivera y pintores, daban al sector un movimiento de existencia de pequeño astillero.
Un día crudo de invierno de 1945, un temporal desatado en forma inclemente, azotó nuestra costa, fue entonces cuando nuestro muelle tocó a su fin, siendo destruido por la furia del oleaje, a vista de todo el pueblo, sin haber nada que hacer para salvarlo. Desde 1945, los refineros y penquistas han seguido esperanzados en que algún día se construya otro en su reemplazo.
RESPUESTA A GABRIELA:
Gracias por su comentario, Gabriela. Manuel escribió harto y yo trato de acopiar ese material, para que todos disfrutemos esas cosas que parecen perdidas. Los recuerdos de nuestros padres nos conectan con nuestras raíces, ¿no le parece?. Saludos.
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