Son famosas las ráfagas de viento que en primavera soplan en Punta Arenas. La fuerza eólica que nace del estrecho arrastra a los desprevenidos, quienes tienen que asirse a algún poste del alumbrado, para no ser expelidos hacia el pavimento.
Para mí, el punto más ventoso del planeta era la esquina de Caupolicán con Barros Arana, en Concepción. Allí arrecia por las tardes el viento que sube desde el Bío Bío. Si uno no llevaba sus pertenencias bien agarradas, el viento podría dejarnos ahí, en el más soberano ridículo.
Me gusta el viento y oír sus rugidos por entre los alambres eléctricos. Son aullidos que parecen de lobos, aterradores. Recuerdo que un almirante de nuestra Armada dijo hace unos años, para expresar su energía y optimismo: “El sur-weste es el viento de Chile” o algo así.
Miré el mar esa tarde de febrero desde un punto elevado en la costa. En la distancia se fundía con el cielo, pero más de cerca parecía un vientre verde manzana moviéndose lento con la superficie rizada. El océano se agitaba azotado por un potente y benigno sur-weste. Las olas brillaban al sol del estío.
Me acerqué un poco al borde de ese punto elevado, donde el terreno caía en picada. Abrí los brazos y eché mi cuerpo hacia delante. Por un breve momento la mano de Eolo me sostuvo e impidió que me fuera de bruces. Fue un placer de un segundo que me brindó el desconocido, pero potente viento de Chile.
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