Wednesday, September 20, 2006

UNA BARRA DE ORO MERECE UNA CARICIA



Son sus propiedades únicas las que hacen del oro, el más apetecible de los metales. De color amarillo, es muy dúctil e incorruptible a la acción de la humedad, el aire y muchos agentes corrosivos. Por eso se lo usa para fabricar monedas, joyas, ornamentos e instrumentos valiosos. Es un elemento químico pesado, relativamente nuevo en la composición del universo. La historia humana está llena de hechos relacionados con este metal: el vellocino de oro, el rey Midas, el comercio antiguo, las guerras, las traiciones, el robo. Los gobiernos de todo el mundo procuran hallar oro fácil en sus territorios para acuñarlo y mantenerlo en sus bodegas como reservas.

Podemos hablar mucho y escribir otro tanto sobre este metal precioso. Sin embargo, voy a contar mi experiencia con este atractivo metal. Estando en La Serena, un amigo me invitó a un asado en la casa de un pirquinero, un tipo jovial, bueno para la talla, dueño de una enorme casa con patio y de una vistosa 4x4. De esto hace más de 15 años. Entre copa y copa y carne con ensalada, esta persona comenzó a hablarnos de su actividad en los cerros de la cuarta región, donde tenía un trapiche. Para su trabajo extractivo contrataba a mineros curtidos bajo el sol. Nuestro amigo sacaba oro, tal era su negocio, muy rentable por lo demás a juzgar por las apariencias.

Para mí ese trabajo resultaba curioso, por lo que me interesé en hacerle preguntas a este pirquinero, como los hay por centenares en esa zona. El tipo tenía buena labia, pero también su cuota de picardía. Me explicó que había que tener una paciencia asiática para rescatar unos míseros gramos de oro, luego de horas y horas de hacer girar el trapiche en la molienda de piedras. Siguieron los brindis.

Una hora más tarde ya habíamos terminado de conversar sobre ese asunto de la extracción de oro, cuando el pirquinero volvió a la carga. Con los ojos brillosos por el alcohol y más pícaro que antes, me preguntó si alguna vez yo había visto una barra de oro puro. No, jamás, le respondí. "Uno ya está acostumbrado, pero la primera vez dan escalofríos", me dijo como si se tratara de una advertencia. En el fragor del asado, el pirquinero desapareció mientras yo seguí mi charla con otras personas presentes en la reunión. En unos minutos se presentó de nuevo el dueño de casa esta vez trayendo un gran paquete envuelto en papel de diario. Tome, me dijo, véalo.

Recibí el pesado envoltorio con las dos manos. Acto seguido, el pirquinero me pidió que lo abriera. Lo hice, tiré el papel de diario que cayó al suelo hecho pedazos. Y me encontré de súbito sosteniendo un lingote amarillo, frío, con un peso equivalente a dos ladrillos grandes. ¿Esto es oro?, le pregunté incrédulo. "Sí señor, oro puro", me guiñó. "Es para que lo vea no más". Miré el metal en toda su belleza y acaricié sus aristas no pulimentadas. Mientras observaba la barra preciosa hubo un silencio en la fiesta y se oyó un oh, en segundo plano. No me había dado cuenta que la emoción me había erizado la piel como carne de gallina.

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