Friday, August 10, 2007

UN TÉ EN EL ASCENSOR

Escena de 1850 en Nueva York:

Para hablar de un negocio puntual, el empresario John Gunsman, decide reunirse con su socio en el ascensor del edificio de 15 pisos donde están las oficinas de su empresa en Manhattan. Allí se tomaron un té con galletas y llegaron a acuerdo...
Escena en el 2007:

Entrar en un ascensor hoy en día es compartir con más gente un espacio estrecho, similar al del transporte público, salvo que el sentido del movimiento es vertical y la permanencia a bordo es infinitamente más pequeña.

Por lo general en un ascensor no se habla, porque como el recorrido es tan corto, no es posible hacer amigos, ni conversar. Y cuando dos o más van chachareando sobre algún asunto, es muy difícil captar la totalidad del cuento. Allí se dan sólo fragmentos de relatos.

En definitiva, nuestros viajes en ascensor son brevísimos, el tiempo se puede medir en segundos. Fue este invento técnico el que permitió el crecimiento hacia arriba y hacia abajo de muchas zonas de las ciudades.

Antes de la creación de los elevadores, había ideas muy distintas a nuestra experiencia cotidiana de hoy. La imaginación de entonces le agregaba mucho a este medio de transporte. Fue a mediados del siglo XIX, cuando estos aparatos tomaron forma y en 1857 se instaló el primero en Nueva York. El elevador se masificaría con el paso del tiempo, como efectivamente ocurrió.

Escena en un libro de siglo XIX:
Julio Verne escribió el libro Paris en el Siglo XX en 1863, pero su obra permaneció oculta hasta 1994, año en que fue editada en la capital francesa. El autor habla allí de los ascensores a los que dio la característica de una nueva pieza de la casa. O sea, estaban el comedor, la sala de estar, la cocina, los baños, los dormitorios y los ascensores, como espacios útiles y habitables.

Verne imaginó que, como tales, estos espacios tenían que ser decorados. Y por eso, en su relato, los describió con muros muy bien pintados, bellos cuadros a modo de adornos, una mesita de centro y sillones alrededor. O sea, se podía hacer vida social mientras se disfrutaba del placer de subir o bajar cómodamente sentados. Ciertamente creyó que serían buenos lugares para charlas divertidas con invitados.

El escritor jamás soñó que los elevadores derivarían en espacios de tránsito forzado, sin ninguna comodidad, aunque muchos con espejos, como si se tratara de cubículos de baños públicos.

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