Un psicólogo --respetado entre sus pares-- me dice: la adolescencia es un invento posterior a la segunda guerra mundial. Incluso, me dice, ni siquiera el nombre es correcto, eso de adolescente, na’ que ver, cómo que los jóvenes adolecen de algo.
Parece que antes de 1939 los niños pasaban de esa edad a la madurez como de un ¡suácate! Se hacían hombres o mujeres, los primeros iban a las fábricas, a las milicias, mientras que las segundas a la labores de casa y también a las fábricas.
Los adolescentes son un fenómeno de nuestra sociedad de postguerra, en que niños mamones critican a sus padres y viven y conviven a su alero por años. Frente a ellos, los papás pierden autoridad y los muchachos comienzan a ingresar en la edad madura probando: el alcohol, los cigarrillos o la droga, a veces, llevando vidas paralelas.
Los papás sufren y hasta temen las reacciones de sus hijos en esa edad de transición. Leen libros de autoayuda, adoptan posturas acartonadas y formales para recuperar la autoridad, consultan a especialistas. Pero, allí están los adolescentes amurrados, molestos, ausentes, pesados.
Sólo en este marco contestatario llego a comprender en parte actitudes como el caso de la niña del jarro de agua. Y también en ese contexto, llego a comprender a su madre. ¿Será que la apoya porque ella misma teme, sin decirlo, que un día le llegue un jarrazo de agua fría?
Por cierto, que entre los adolescentes hay muchas, muchas excepciones.
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