La pared sur del monte Aconcagua, vista desde la carretera a Mendoza. |
Mirar una cumbre, una muy alta, produce un remezón en el fondo del alma, parecido al rugir del viento en los cables del alumbrado público.
¿Cómo es posible llegar a la cima gateando por esas soledades a merced del sol o de las nubes? «Ésa es la pared sur, una de las más escarpadas y desafiantes del mundo», me dijo el guía de montaña, mientras yo miraba, ausente, las nubes heladas que se formaban en la corona del cerro con el paso de los segundos.
Al monte Aconcagua, el más elevado de las Américas con 6.962 metros, es un reto para los amantes del montañismo, para los ascetas, para los deportistas, para los filósofos.
Esta fascinación de las alturas también está consignada en la Biblia. Luego de vagar por el desierto del Sinai, Moisés miró, desde la cumbre del monte Nebo, la tierra prometida, sin alcanzar jamás llegar a ella, dice la Escritura. Quienes han subido al Aconcagua, afirman que la vista desde la cumbre es inenarrable. Al amanecer, la sombra del monte se proyecta infinita sobre Chile; en el ocaso se dibuja hasta en el confín de la Argentina.
Siete mil deportistas extremos compran boletos para subir al Aconcagua cada temporada, que va desde mediados de noviembre hasta el 31 de marzo. Lo hacen en las oficinas de la subsecretaría de turismo argentino, en la ciudad de Mendoza. De los siete mil, sólo dos ─a lo más, tres─, me dice Marianela Púrpura a cargo de esa oficina, adquieren tickets para subir por la pared sur.
Esos escaladores de todo el mundo, que suben al Aconcagua, lo hacen con fines deportivos, científicos o por placer. Ascienden por la ruta normal que incluye cruzar un glaciar (Los Polacos) y atacar la cumbre por una canaleta empinada cerro arriba, de 350 metros, precisamente por donde el monte arroja sus avalanchas. Por eso, subir al Aconcagua es un deporte extremo.
Sin embargo, hacerlo por la pared sur, que incluye un farellón de 500 metros de altura, donde hay que trepar en zig-zag, es propósito de locos o de gente muy audaz.
Abajo, donde un ciudadano común como yo observa el Aconcagua, existe un cementerio simbólico de montañistas que murieron en el intento, ya sea arrastrados por un alud, tragados por una grieta, barridos por la fuerza de la galerna o petrificados por un bolsón de aire frío mientras subían aferrados a la pared sur.
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