El doctor Roberto Abusleme me contó que cuando faltaban unos setecientos metros para alcanzar la cumbre del monte Aconcagua (6.962 m.s.n.m.), el pasado jueves 24 de enero, la marcha se hizo muy difícil.
Me dijo: «Yo daba un paso y respiraba, daba otro paso y respiraba. No podía avanzar dos trancos con una sola inspiración, a causa del aire enrarecido. Era algo increíble, que uno aquí en la ciudad ni siquiera toma en cuenta».
Gracias a que salieron muy temprano del último campamento base a 6.200 metros, con mochilas muy livianas y sólo con lo indispensable, pudieron coronar la cima alrededor de las 02:25 PM.
«Fue tal la emoción de estar ahí arriba que uno ni siquiera mira el reloj ─me dijo y prosiguió─: uno se abraza, toma fotografías, mira alrededor y comienza a pensar en el regreso rogando que el tiempo se mantenga bueno».
Hizo un cálculo a la rápida y me contó que permanecieron en el techo de las Américas un rato corto.
Estaban en eso, gozando del fin exitoso de su proyecto, cuando uno de sus compañeros de marcha, el informático Marcelo Arriagada, les advirtió al resto que una masa de nubes estaba subiendo detrás de ellos. El tiempo atmosférico a esas altitudes es impredecible, sorpresivo y veleidoso. No es un juego. De modo que, a tomar las últimas fotos, las imágenes de video y a comenzar el regreso.
Tienen mucho que contar mis amigos de la Asociación Chilena de Seguridad, que se propusieron subir al Aconcagua, se entrenaron durante un año y lograron llegar al sitio más alto del continente, uno de los siete montes del mundo más apetecidos por los montañistas.
En la foto de arriba, captada en la cumbre, el doctor Abusleme con sus bigotes congelados, el doctor Héctor Rocco, Marcelo Arriagada, Osvaldo Valenzuela y el guía de montaña Jaime Cartagena.
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