Alguna vez fui aficionado del boxeo. Pagué mis entradas para tantas veladas boxeriles. Y me apiñaba en las tribunas con la gente para ver el desempeño de los púgiles. Pero, cambié de opinión. Hoy en día no me gusta nada de eso. Cuando lo veo en la televisión, salto a otro canal.
La razón de mi cambio es que después de pensarlo mucho, no me cupo en la cabeza que dos personas civilizadas subieran al cuadrilátero a golpearse con el único fin de que uno de ellos quedara inconsciente en el suelo. Ése sería ─digamos─ el gol si de fútbol se tratara.
A lo anterior hay que agregar que se aprenden técnicas para botar al rival, para alcanzarlo en sus partes más vulnerables, en sus zonas más sensibles al dolor. O sea, se busca abatir al contrincante, dejarlos exhausto y, si es posible, inconsciente por más de diez segundos. Del otro lado, se aprenden tácticas para esquivar los golpes y para absorber. Esto es, desarrollar la capacidad de aventar con la mente el dolor o su efecto inmediato, cada vez que no se pueda evitar el puñetazo.
Los boxeadores dicen que los dolores después de un combate duran por lo menos una semana. Y no hablemos de los efectos a largo plazo. O sea, el boxeo es un asco, que ni siquiera debiera llamarse deporte.
Pero, pensándolo bien, el boxeo es una actividad honesta que se propone derechamente que uno de los rivales quede fuera de combate. No hay eufemismos. Aquí la cosa es golpear para liquidar el pleito. El boxeador ganador levanta los brazos como diciendo «yo fui» el que derribó a este hombre. No como en el fútbol, un deporte bastante mojigato en ese aspecto, porque el jugador que golpea a su rival miente y dice «no señor juez, yo nunca le pegué a este caballero». El golpeador reclama, más encima, que es injusto que el árbitro le aplique la tarjeta roja.
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