Tuesday, April 17, 2007

EL ORGULLO INCONDUCENTE DE LOS TREINTONES


     Una persona de La Moneda me dijo que equipos de treintones diseñaron el proyecto Transantiago, con las consecuencias de todos conocidas. Trabajaron durante meses en sus computadores hasta que llegaron al producto que sustituyó el sistema de transporte público de las micros amarillas. La idea de hacerlo era buena, pero no como lo hicieron.
        Sin embargo, mi asunto de análisis no es ése, sino aquello que está detrás.
      Posiblemente el lío del Transantiago, que ahoga al gobierno, cae en el espacio de la lucha generacional, donde hombres y mujeres que pisan los treinta creen que les llegó el turno de tomar las riendas del manejo de la sociedad. Una persona en los treinta considera que ya lo sabe todo, por tanto actúa, con abierto desprecio por la experiencia. Este fenómeno social, a mi juicio, es nuevo, porque la historia nos dice que en los proyectos antiguos los jóvenes ponían la energía y los viejos o los consejos de ancianos aportaban con la experiencia.
     Por tanto, estimo que existe una torpeza treintona que emana del orgullo propio de esa edad promedio, de no saber escuchar, de no comprobar, de falta de vivencia. Entonces vemos jóvenes ejecutivos arrogantes y, por cierto, grandes metedores de pata. Así cuando dejan la embarrada, salen los políticos a poner la cara o a bajar el perfil al problema.
    El problema del Transantiago  es un ejemplo patente de la egolatría treintona, sustentada en modelos teóricos, lejos de la realidad. Quienes pagamos las consecuencias somo quienes esperamos horas en los paraderos, viajamos colgando en las micros, guerreando con otros pasajeros, a garabato limpio con los choferes.
     Y de la torpeza treintona tengo más ejemplos, que omitiré por el momento.
   Pero, como aquí no estamos para quejarnos, propongo que en la educación básica, media y universitaria se abra un espacio para enseñar a las futuras generaciones que tomen conciencia del peligro del «síndrome treintón», porque las embarradas, fruto del mal orgullo, hacen sufrir a millones de personas. Sólo así podríamos atenuar otros «resbalones» del porvenir.

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