Siempre supe que frente a una instrucción debía prestar la mayor atención posible, hacer las preguntas pertinentes para que quedara todo claro desde el inicio y anotarlo en un cuaderno o agenda o, si era necesario, en un papel común y corriente. Así entendí que se hacían las cosas. Pero, la modernidad me está diciendo todos los días que el método cambió.
Me ocurre siempre y de seguro a usted también. En mi trabajo hablo con las personas con las que debo hablar para una tarea. En la conversación doy todos los datos, los detalles y respondo las eventuales preguntas. Al final nos ponemos de acuerdo y todo está en regla, el trabajo se hará según lo conversado. Y cuando terminamos el asunto y nos despedimos, nuestro interlocutor nos dice con voz arrastrada, como si nos estuviera rogando: Por favor mándame un mail con todos los datos.
¡¿Perdón?!, ¿Pero, no estábamos de acuerdo en todo?. Sí, claro, me dice esa persona, pero tú sabes, mándame el mail si no te cuesta nada, la memoria es frágil. Yo pienso: ¡el colmo!
Así están las cosas, ahora el que debe pensar, crear, idear un trabajo también tiene que escribirlo y más encima, despacharlo por mail. Porque el interlocutor no escuchó, no se interesó o simplemente le dio lata de tomar nota. Pega doble para el que emite el encargo.
Me parece que hoy en día todos abusamos de eso. Y el gran argumento detrás del consabido «mándame un mail» es «para que quede un registro». O sea, la palabra vale un bledo. Para qué tratamos las cosas entonces, con el más potente de los recursos de la comunicación: hablar dándonos la cara.
Estoy impresionado, con este vicio del siglo XXI. ¡¿Qué onda?!. ¿Nadie presta atención? ¿Nadie se hace responsable? ¿El hablar claro es insuficiente?
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