Aquel hombre de unos 49 años, vestido
como cualquiera persona, no tenía nada de extraordinario, un sujeto
del montón. Ingresó a las oficinas del diario, ubicadas en Maipú
al llegar a Colo Colo en Concepción, como a las 3 y media de la
tarde, en el momento en que el edificio estaba casi vacío porque los
trabajadores salían tarde a almorzar y el grueso de la gente no
había regresado. La secretaria, sin consultármelo, lo condujo a mi
despacho, porque el desconocido quizá qué cuento le habría dicho.
Luego de recibirlo, actué como se conduce uno con un extraño y le
ofrecí asiento.
«Nunca
pensé que esto iba a ser tan fácil, que me dejarían entrar así no
más»,
pensó el sujeto sin despergarme la mirada. No sonreía, porque no
tenía la pulcritud de una persona educada cuando la reciben en casa
ajena. O quizá esa cara adusta pudo ser por puro nerviosismo. A mí
no se me cruzó ningún pensamiento a priori sobre ese hombre común
y corriente sentado al frente. Y me dispuse a escuchar sus razones.
«Debe ser lo de siempre,
una aflicción, una injusticia», imaginé a la primera. Y seguí
pensando: «una queja
contra alguna autoridad, una denuncia por mal trato en el trabajo, un
llamado público para ubicar a algún familiar extraviado, o algo por
estilo».
Jamás pasó por mi cabeza lo que el sujeto me diría a continuación.
Se
produjo ese silencio típico antes de entrar en materia. «Por
fin podré hacer un negeocio aquí y así reunir la plata que me hace
falta.¡Qué buena idea se me ocurrió!»,
fanfarroneó el hombre en sus adentros antes de romper el fuego. Los
ojos le brillaban como si tuviera algo valioso entre manos. Por esa
actitud de expectativa se me ocurrió que podía tratarse de algo
interesante, fuera de lo clásico en este tipo de cuestiones, y le
dediqué toda mi atención.
–Señor
le solicité esta audiencia–,
comenzó diciendo con
harta convicción, actitud que no se condecía con su aspecto de una
persona humilde–
para ofrecerle a su diario, digamos, un negocio.
Debí
abrir mucho los ojos porque el hombre al notar ese cambio en mí,
lanzó su primera sonrisa. Y luego se puso serio de nuevo. Le pedí
que continuara.
‒El
negocio que le ofrezco es simple y puede ser muy ventajoso tanto para
ustedes como para mi‒
prosiguió hablando con fluidez y aplomo, hecho que agrandaba la
brecha entre su forma de hablar y su apariencia tan venida a menos.
Esa falta de coherencia me puso a la defensiva. «Aquí
la cosa no se ve transparente, qué será lo que quiere este tipo»,
pensé metido de lleno en la conversación. Él entendió, de seguro
por la forma como lo miraba, que debía ir rápido al grano.
–Usted
podría aumentar las ventas de su diario, en especial los domingo y
yo ganar algún dinero extra. Bueno ésa es la idea del negocio
(sonreía por segunda vez demostrando que entendía de esos asuntos).
Advirtió de inmediato que no me inmuté por su oferta, que en
realidad aún en me la había planteado. ‒A
ver, dígame el asunto–,
lo apuré sin rodeos.
‒Señor,
a su diario quiero venderle la historia de mi vida, con todos sus
derechos.
Me
sorprendió sobre manera. Y sin responder lo escruté en silencio
tratando de descubrir algo en él que justificara la oferta que él
creía era un asunto comercial, editorialmente hablando. En su cara
yo no distinguía ni una facción de un Napoleón, un Caupolicán, un
Cervantes, un Manuel Rodríguez, como para despertar un mínimo
interés de parte de los lectores del diario. Y él tampoco me dijo
algo de su vida que hubiera cambiado mi opinión. Además no tenía
nada escrito por él, había que hacerle el trabajo, o sea...
RICK HARRISON, actor |
Muchos
años después al ver capítulos de la serie de televisión
norteamericana «El
Precio de la Historia» me
devolvió a la memoria ese encuentro en el diario, que he narrado y
que terminó en nada. Y puede que ese negocio no se haya
materializado quizá por la convicción que la Historia no tiene
precio. Nadie puede arrogarse derecho a fijarle un valor en dinero a
una pieza histórica, porque debemos respetar el sufrimiento, la
sangre o la vida de las personas que participaron de su construcción,
su custodia o su conquista. Y si se llegara a un acuerdo entre las
partes éste debe ser en privado y no en televisión. Es indigno ver
como una reliquia se convierte en objeto de lucro. En ese momento el
dinero le pone el pie encima a la Historia. Eso también aplica a «la
historia de mi vida».
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