Es fácil imaginar que los
protagonistas de producciones de pornografía deban dejar guardado su
pudor en el camarín antes de actuar. Voluntariamente desprovistos de
vergüenza, tienen la cancha abierta para participar en cualquier
exceso con sus cuerpos, ya sea en un estudio, ya sea en la calle. Si
alguien se atreviera a representarles su falta de decoro, de seguro
responderían “es una actividad profesional, como otra cualquiera”.
Es triste admitir que en el campo de la
política la cosa no parece tan distinta. Para actuar como un
político profesional, un protagonista tiene que estar dispuesto a
desprenderse del pudor. De ese modo me puedo explicar que algunos de
ellos ni se pongan colorados al ser sorprendidos in fraganti; por
ejemplo, que les demuestren contradicciones inadmisibles, acciones de
cohecho, “raspado de la olla” u otros. Al contrario, responden en
forma sonriente, subrayando la ironía; o mostrando acritud y alguna
frase rebuscada.
Para trabajar en política hay que
despojarse de la vergüenza y demostrarlo. Porque, me da la impresión
que sólo así se puede subsistir en ese medio tóxico. El sentir
pudor, achuncharse, ponerse colorado es propio de los que no estamos
en la élite.
Por eso creo que el pudor o la
vergüenza es un don que recibió el ser humano para no pasarse de la
raya, para mirarse al espejo, corregirse y mantener la compostura
moral. En política o en pronografía da lo mismo.
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