El viejo Baro
a veces venía y se metía en las conversaciones. Rara vez
intervenía, aunque es cierto también que los demás no le dejaban
espacio, así que se conformaba con oír lo que contaban. Tampoco
nadie le preguntaba su opinión, otra falta de respeto. Pero, él
se divertía a su modo de lo que allí se hablaba. Sonreía y
reía como todos de los chascarros que se decían de los ausentes en
las tertulias. Unos cuentos eran anécdotas, otros simplemente
pelambres. No faltaba una situación que desmenuzar y pasarlo bien;
conversaciones informales en cualquiera esquina de pueblo. Porque la
gente, principalmente los hombres, se juntaban sin citarse en las
veredas de las intersecciones. En esos años no había más que hacer
cuando llegaba el crepúsculo, sin televisión ni todos los medios
digitales que se desarrollaron después.
Cuando un
avispado contaba tallas todos reían, incluido el viejo, pero cuando
terminaban las risas y comenzaba otro relato, el viejo seguía
riéndose de la anterior.
Un día conversé solo con él y me atreví a preguntarle discretamente que me parecía extraño eso de
prologar la risa cada vez. Le pedí por favor que me dijera cuál
era la gracia adicional que le hallaba a las tallas o si yo estaba exagerando. Al
viejo le lagrimeaban los ojos por algún problema de conjutivitis. Me pidió que le explicara mejor porque no entendía la pregunta. Yo le
dije qué curioso don Baro (así se llamaba o así lo conocíamos entre
el vecindario de la calle donde vivíamos) que usted no comprenda mi pregunta pero sí las tallas de los otros. Dicho esto, insistí.
El viejo se puso
serio. Me miró directo entre esas lágrimas que de seguro lo
obnubilaban. Y lo que me dijo me dejó petrificado: «Le
entendí desde el principio, sólo que quería estar seguro de su
real interés por eso le pedí que me lo repitiera. Bien, estimado
amigo, le explico: eso que ustedes hallan gracioso yo
lo he escuchado una y otra vez, desde que era joven; imagínese. Lo que me
sorprende en todos estos años es no oír nada nuevo en esas conversaciones; siempre lo
mismo. Por lo tanto, —y aquí espero satisfacer su inquietud— no me
rio de las tallas, sino de la estupidez humana que hay en ellas».